
En los últimos años, la comunidad catalana ha aplicado con entusiasmo una política de intervención en el mercado del alquiler. El resultado, lejos de aliviar la presión sobre los inquilinos, ha sido un retroceso alarmante en la oferta de vivienda disponible. Según el Observatorio del Alquiler, desde 2019 el número de pisos en alquiler ha caído un 42%, pasando de 199.050 a apenas 114.878 en 2024. Pero lo peor está por llegar: la previsión para final de año es de 100.697 viviendas, lo que supondría la destrucción del 58% de la oferta en tan solo seis años.
El caso de Barcelona es aún más contundente. De las 170.764 viviendas ofertadas en 2019, se espera que queden solo 83.117 en 2025. La mitad del mercado ha desaparecido. Y no porque los inquilinos no las quieran, sino porque muchos propietarios ya no están dispuestos a alquilarlas. A ese precio, simplemente no compensa.

Fuente: Carlos Arenas Laorga
Este fenómeno tiene su lógica económica. Como ya explicaba Henry Hazlitt, fijar un precio máximo (por debajo del nivel de equilibrio del mercado) genera una consecuencia ineludible: escasez. En un mercado libre, la interacción entre oferta y demanda determina el precio. Pero si se impone un precio artificialmente bajo, la demanda se dispara —todo el mundo quiere alquilar barato—, mientras que la oferta se contrae —nadie quiere alquilar por debajo de sus costes o a riesgo de perder rentabilidad—.
Esto no es una hipótesis de libro. En Barcelona, el número de interesados por cada piso que se publica es de 341 personas en los primeros diez días del anuncio. La media nacional ya es elevada, con 122 interesados por vivienda, pero lo de Barcelona supera todos los umbrales razonables. El Observatorio del Alquiler considera que una presión normal sería por debajo de 15 contactos. Estamos, por tanto, en una situación de auténtica histeria inmobiliaria.
¿Y qué ha pasado con esos pisos que han salido del mercado? Algunos se han pasado al alquiler temporal, otros se han vendido y muchos —sorpresa— están simplemente vacíos. El Ayuntamiento de Barcelona estimaba en 2018 que solo un 1,2% de las viviendas estaban desocupadas. Sin embargo, los datos más recientes del INE, que se basan en consumo eléctrico real, apuntan a que más del 9% de los pisos de la ciudad están vacíos. No es que no haya viviendas: es que están fuera del circuito del alquiler convencional. Una consecuencia directa del intervencionismo mal calibrado.
Con estas políticas, no debería sorprendernos que los precios sigan subiendo. El precio medio del alquiler en España ha alcanzado los 1.146 euros mensuales, con un incremento del 7,2% interanual. En Barcelona, pese a la intervención, el alquiler ha subido un 5,5%, y ya se sitúa en 1.649 euros de media, volviendo al primer puesto del ranking nacional, por delante incluso de Baleares. Otras provincias como Madrid, Guipúzcoa o Vizcaya también superan la barrera de los 1.000 euros mensuales.

Fuente: Carlos Arenas Laorga
La paradoja es evidente: se intenta proteger al inquilino con precios máximos, y se consigue el efecto contrario. La oferta se desploma, la demanda se concentra, los precios reales suben (porque no hay oferta suficiente), y se generan mercados paralelos que escapan a la regulación. No es difícil imaginar qué sucede cuando un bien escasea y hay mucha gente dispuesta a pagar más por él: aparecen los atajos, las picas legales, las reservas a dedo, los contratos temporales que se renuevan “con letra pequeña” o los pagos en B. Es decir, el mercado negro del alquiler.
Todo esto ya lo hemos visto antes. Roma, la España de la posguerra, la Alemania previa al Wirtschaftswunder… Cuando Ludwig Erhard eliminó todos los precios máximos de la economía alemana en un solo decreto, el efecto fue inmediato: de repente, los mercados se llenaron de bienes antes desaparecidos. Pan, leche, carne… todo había estado ahí, solo que escondido porque no se podía vender legalmente a precios rentables. Exactamente lo que está ocurriendo hoy con el alquiler en Barcelona.
La intención de las políticas de control de precios puede ser bien intencionada, pero el resultado suele ser el opuesto al esperado. Y esto sucede SIEMPRE. Quienes las aplican son ignorantes, en el mejor de los casos, o malvados, en el peor. Si se quiere aumentar el acceso a la vivienda, la vía no es castigar a los propietarios ni desincentivar la oferta. Es generar más oferta: facilitar la construcción, incentivar la inversión en alquiler, ofrecer seguridad jurídica y abrir el camino a colaboraciones público-privadas que de verdad tengan impacto.
Mientras se siga confundiendo el síntoma con la enfermedad, seguiremos prescribiendo medicamentos que, lejos de curar, empeoran el diagnóstico.