El filósofo y escritor Arturo Fontaine (Santiago, 72 años) es uno de los chilenos más cercanos a Mario Vargas Llosa, fallecido el domingo a los 89 años en su natal Lima. Desde la capital peruana, Fontaine atiende esta entrevista, a donde se trasladó para participar del íntimo funeral de quien fue su amigo desde principios de los noventa. Compartían su admiración por Tolstoi y las ideas liberales. Conversaban de literatura, de lo que cada uno estaba escribiendo, pero también se reían, comían y bebían juntos. El filósofo sabía que Vargas Llosa tenía una enfermedad sin cura, pero de lento avance. “Es impresionante lo que ocurre, porque siendo esto algo tan natural, una persona de 89 años que ha tenido una vida tan novelesca, plena e intensa y, sin embargo, cuando parte, hay algo que uno no esperaba”, comenta el novelista, autor de Y entonces Teresa ( Catalonia, 2024).
Pregunta. ¿Cómo se vivió el funeral?
Respuesta. Había esa sensación de que dejaba un hueco inmenso su partida, pero que a la vez nos había dejado tantas cosas: su capacidad de cariño, de entregar amistad. Fue además un gran padre y un gran abuelo. Y era un tipo con un gran sentido de la generosidad en la conversación. Hablaba con todas las personas siempre con este interés, esta curiosidad por imaginar las vidas ajenas creo que era parte del secreto de su talento como novelista. Antes del crematorio, nos juntamos unas 50 personas, familiares y amigos, en su departamento. Ocurrieron cosas bien sorprendentes; se produjo una especie de milagro. Él tenía el pelo completamente blanco y se le empezó a oscurecer. Nadie sabe mucho por qué. Cuando estaba en el cajón y me acerqué para mirarlo, tenía el pelo completamente negro, toda la parte frontal, al menos. Había recuperado el pelo de su juventud. Se veía muy joven. Fue una cosa muy impresionante. Pregunté y me dijeron que había sido algo gradual, que en los últimos meses había empezado a recuperar su color.
P. Desde ahí se fueron al crematorio. ¿Quién habló en la ceremonia?
R. Sí, nos trasladamos al crematorio en Surco y la única persona que habló fue Álvaro Vargas Llosa. Todos estos detalles son cosas que Mario dejó ordenadas; el funeral se hizo tal como él lo diseñó. Pero eso no quita que hayan ido a saludar a la viuda y los hijos la presidenta del Perú, el presidente del Consejo de Ministros, varios ministros. Sus hijos y nietos estaban muy afectados. Y el discurso de Álvaro fue muy impresionante.
P. ¿Qué puede compartir?
R. Fue un discurso coherente, profundo, sentido, que destacó varias cosas. Primero, la idea de la ilusión. Mario creía en la ilusión y era, en cierto modo, un iluso. Álvaro contó una anécdota divertida de su valentía un poco ilusa: un día, viviendo en un departamento en Lima, hubo un ruido de ladrones, incluso de balas. Entonces Mario salió del dormitorio armado de… una zapatilla de levantarse. Salió hasta afuera a enfrentar a los asaltantes y huyeron. Lo otro que planteó fue la franqueza de su padre. La definió como decir la verdad sin averiguar las consecuencias, sin tomarlas en cuenta. También señaló su hidalguía. Sostuvo que había dos pérdidas. Una para el mundo, la de Mario como autor, como intelectual público liberal. Y la pérdida para ellos, como familiares. Se refirió a lo que escribió Víctor Hugo cuando murió George Sand, la escritora francesa: la muerte significa que desaparece un ser visible, pero aparece otro, que es un ser invisible. Es decir, hemos perdido la personalidad de Mario Vargas Llosa, pero su obra está ahí y nos permite seguir conversando con él, de alguna manera. Fue un discurso que espero se publique íntegro y cuanto antes.

P. ¿Hay alguna anécdota especial que recuerde con él?
R. Una vez, hace unos 20 años, hicimos un viaje a Chavín, en la zona de Ancash, en el Perú. En el viaje había bastante altura, incluso sobre los 4.000 metros. Íbamos en una van por un camino muy estrecho. En algún momento, Mario se sintió un poco angustiado y tomó un poco de oxígeno. Cuando nos detuvimos, Patricia le arregló el pelo y bajamos a una hostelería. Estaban los dueños, el alcalde, pero no más de seis personas y nosotros, los amigos, otros seis. Mario llegó ahí y se esperaba que hablara. Tomó la palabra e hizo un discurso sobre la literatura, la libertad, la democracia, tan sentido, tan bien redactado -pese a que no leía nada-, como si hubiera un público muy numeroso o un grupo de académicos. Se lo tomó tan en serio, lo hizo con tanto corazón. Me impresionó mucho y me hizo pensar en lo que él era, un hombre con un tremendo sentido de la disciplina, del deber. Se autoexigía muchísimo y a la vez tenía una gran generosidad y un gran interés por las personas.
P. En esta semana de despedida se ha hablado mucho del cambio político de Vargas Llosa. ¿Lo hablaban?
R. Claro, era una persona muy abierta. El cambio intelectual de él se produjo -por lo menos el que uno sintió-, cuando publicó el ensayo El Elefante y la Cultura. Ahí me pareció muy claro que estaba haciendo un giro profundo intelectual. Estaba leyendo a Karl Popper y una serie de autores que lo hicieron salir completamente del marxismo. Eso, más la experiencia de la revolución cubana que había apoyado con tanto entusiasmo y que lo decepcionó en definitiva.
P. Y la decepción, ¿cómo la vivió?
R. Creo que fue una cosa gradual. En la carta sobre el tema Padilla hay una crítica a la revolución, pero todavía hay fe en ella, se espera que rectifique. No hay un desencanto profundo y total. Una vez me dijo que él tenía las obras de Marx a la vista sobre su escritorio mientras estaba en París. Realmente se metió en eso, de joven había sido comunista. Bueno, todo eso lo abandonó. Lo interesante es que en su literatura esta visión de la pluralidad, de la diversidad, está presente desde muy temprano. Entonces, aunque tenía una concepción ideológico-político marxista, ya practicaba como novelista una visión plural. Eso se ve desde La ciudad de los perros, pero tenía una ideología que era como lo opuesto. Finalmente, las dos visiones convergieron, su visión como artista y su visión como intelectual.
P. ¿Fue doloroso ese proceso para él?
R. Sin duda que lo fue. Fue doloroso porque era abandonar sus sueños y por los amigos que seguían comprometidos con eso, por ejemplo, Gabriel García Márquez. Lo otro que ocurrió es que empezó a ser castigado por la intelectualidad de izquierda, salvo excepciones, con mucha fuerza a partir de ese momento. Él tuvo todos los halagos y apoyos de la izquierda y después tuvo lo opuesto, todas las críticas, todos los ataques, muchos malintencionados, me parece. Por supuesto que sufrió con todo eso, pero era un hombre vital, básicamente optimista, con una gran energía de temperamento que le permitía sobrellevar estas cosas.
P. ¿Cuáles diría que son los temas de sus grandes novelas?
R. Uno, el choque de la utopía contra la realidad, cómo la realidad astilla la utopía, ese es uno de los temas en La guerra del fin del mundo y también de su última novela. Luego, el poder real, eso está en Conversación en La Catedral, en La fiesta del Chivo, en Tiempos Recios. Tenía un enorme interés por la política, por el ejercicio del poder. Siempre se interesaba en la figura de la eminencia gris, de la persona que no está en primer plano, que no es el dictador, pero que está administrando de alguna manera el poder del dictador.