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“Si queremos rescatar al ajolote no puede ser en las peceras”, dice desde su oficina en la capital mexicana el profesor Luis Zambrano, del Departamento de Zoología de la Universidad Nacional Autónoma de México (Unam). Del ajolote (Ambystoma mexicanum) se conoce mucho sobre su genética y morfología. También se sabe de él que es capaz de regenerar sus extremidades. Este animal, que inspiró uno de los cuentos de Julio Cortázar, aparece además en el billete de 50 pesos mexicanos y goza de gran popularidad. Pero sobre qué hace y cómo se comporta en la vida silvestre, en su hábitat natural, se ha estudiado poco. Es difícil hacerlo, su población ha caído en picada.
En 1998, en uno de los primeros censos sobre su población, se encontró que en promedio había 6.000 individuos por kilómetro cuadrado. En 2002, la cifra bajó a 1.000, en 2008 a 100 y, el último dato publicado, de 2014, apenas se registraron 36 ajolotes por kilómetro cuadrado. Zambrano y su equipo no se resignan a que esta especie solo se pueda ver detrás de vidrios. Su misión es eventualmente reintroducir ajolotes criados a espacios silvestres. Antes, sin embargo, deben conocer la respuesta a varias preguntas.
“Queríamos saber, primero, si sobrevivían. Y, segundo, cómo se movían”, comenta sobre los resultados de un reciente estudio publicado en la revista científica Plos One. En este, liberaron a 18 ajolotes criados por el veterinario Horacio Mena en el Laboratorio de Restauración Ecológica de la UNAM, nueve hembras y nueve machos, en dos ecosistemas. Primero lo hicieron en la Cantera Oriente, un estanque semiartificial dentro de las instalaciones de la Universidad y del que no son nativos los ajolotes, y después los enviaron a un sector de Xochimilco, de donde son originarios, que está atravesando un proceso de restauración gracias al proyecto Chinampa Refugio.

En La Cantera, agrega Alejandra Ramos, coautora del estudio, el área que los ajolotes eligieron como su hogar para moverse fue de 2,747 metros cuadrados, mucho más grande que la que reportaron en Xochimilco (382), a pesar de ser un lago mucho más grande. En promedio, la distancia recorrida por día de cada ajolote fue de 86 metros en el primer lugar, y 52 en el segundo. “Aunque también vimos que los ajolotes más viejos [alrededor de cinco años], se movían menos que los más jóvenes, de dos años”, cuenta la ecóloga, aclarando de que se trata de unos de los primeros datos que existen sobre los ajolotes en la vida silvestre.
Una aventura de 40 días
Ramos observó metódicamente los 140 ajolotes que viven en los estanques del laboratorio. “Tienen personalidades y teníamos que identificar a los más aventureros”, comenta. Tras elegir a los 18, el veterinario Mena los anestesió y les hizo una microcirugía para instalarles un transmisor que funciona similar a un radio. “El transmisor de cada ajolote tiene una frecuencia única”, dice la científica. Así que, tras liberarlos, primero en La Cantera, y después en Xochimilco, lo que tenían que hacer era acercarse periódicamente al lago, con antena y receptor en mano, y según el sonido, identificar cuándo el ajolote estaba cerca a ellos y registrar su ubicación.
Fue una hazaña para los anfibios, pero también para los investigadores. “Reclutamos a un equipo de más de 30 voluntarios”, cuentan. Por turnos, durante los primeros 40 días, iban a La Cantera en la mañana y en la tarde, de lunes a viernes, y se montaban en una lancha para navegar el lago y hacer las mediciones.

Después, y durante otros 40 días, repitieron el proceso en Xochimilco, pero con más proeza. “La zona en la que está el proyecto de restauración es alejada, de difícil acceso”, recuerda Ramos. Así que parte del equipo se quedaba acampando de lunes a miércoles para hacer los registros durante tres días y, a la siguiente semana, llegaba un relevo. Aunque también se movían en embarcaciones hasta el lugar, a la hora de rastrear a los ajolotes, lo debían hacer a pie, ya que los canales son muy estrechos.
Los científicos fueron sumando datos y, los ajolotes, peso. Al recogerlos de nuevo, los 18 “habían engordado”, dando una pista de que no solo lograron sobrevivir, sino que la vida silvestre los benefició.
Fue una prueba apenas. Una pequeña aventura. Zambrano, sin embargo, insiste en que es uno de los muchos pasos que se necesitan para que los ajolotes vuelvan a ser abundantes en la naturaleza. “Si queremos salvarlos, debemos también proteger su hábitat natural”, recuerda, afirmando que las conclusiones que arrojó el estudio, de que los ajolotes se mueven bastante, indican que quizás no sean tan felices en una pecera. “Pensamos que, porque son chiquitos, no necesitan espacio. Pero es como tener a un tigre en una jaula. Uno lo ve desesperado”. Y aunque antropomorficemos sus caras, creyendo que tienen una sonrisa constante, lo más seguro es que estos anfibios quieran volver a navegar en los canales de Xochimilco. Repoblarlos.