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Cien días de soledad: la América de Trump y el mundo 

En tan solo 100 días en la presidencia, Donald Trump ha logrado lo que muchos creían imposible. Ha encabezado una retirada acelerada e histórica del compromiso global de Estados Unidos. A través de una sucesión de heridas autoinfligidas impulsadas por el ego, está dejando a Estados Unidos cada vez más aislado. Bajo el lema de America First, Trump ha dado la espalda a alianzas con décadas de existencia, se ha retirado de acuerdos internacionales y ha abrazado a líderes autoritarios mientras deja de lado a socios democráticos.

El resultado es una nueva era de soledad. Estados Unidos ha pasado a ser un socio al que el mundo ya no considera confiable ni es un invitado importante en la mesa. Hoy, Estados Unidos observa desde la periferia las reuniones multilaterales —desde encuentros de la OTAN hasta cumbres climáticas—. Los primeros 100 días del segundo mandato de Trump no se han caracterizado por una fuerza renovada, sino por políticas agresivas, autodestructivas y una creciente marginalidad.

Se ha acelerado una realineación global. Los aliados están formando nuevas coaliciones sin Estados Unidos. Las naciones europeas están fortaleciendo sus propios sistemas de defensa, se firman acuerdos comerciales globales sin la participación estadounidense y las organizaciones internacionales avanzan sin el liderazgo de Washington. La América de Trump se mantiene al margen —haciendo mucho ruido, atrayendo atención, pero cada vez más sola—.

Hoy, en lugar de lo que la ex secretaria de Estado Madeleine Albright describía como “la nación indispensable”, Estados Unidos corre el riesgo de convertirse en una nación paria. Rechaza las normas y principios que sustentan el sistema internacional que ayudó a construir hace ocho décadas. El desprecio de la administración Trump hacia los socios europeos, que fueron tan fundamentales para ese esfuerzo constructivo de la posguerra, es especialmente miope.

Trump ha actuado unilateralmente para poner fin a la guerra en Ucrania, alineándose con el presidente Vladímir Putin. Trump siente afinidad por el líder ruso —en marcado contraste con el presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, a quien Trump, junto con el vicepresidente estadounidense JD Vance, reprendió y humilló en la Casa Blanca a finales de febrero, y a quien acusó de ser un dictador que inició la guerra—. No está claro si el sorprendente encuentro entre Trump y Zelenski en el Vaticano marcará un avance significativo hacia el fin del conflicto. En el mejor de los casos, la postura de Trump ha sido tremendamente errática en este asunto, lo que no inspira confianza en su capacidad para negociar un acuerdo aceptable para ambas partes.

Trump ha sido particularmente arbitrario e impredecible al imponer aranceles generales, su instrumento preferido de política exterior para hacer que los países se sometan a su voluntad. El 1 de febrero aplicó aranceles del 25% a México y Canadá, supuestamente para presionar a ambos gobiernos a ser más duros con la inmigración y el fentanilo. Trump recurre a amenazas y medidas punitivas para obtener lo que quiere de países que, según él, se han aprovechado durante mucho tiempo de Estados Unidos. Para muchos en el mundo, esa visión —viniendo del líder del país más rico y poderoso del planeta, que se ha beneficiado enormemente del sistema global vigente— es difícil de comprender. La guerra comercial que Trump desató contra China ha sido especialmente preocupante, desestabilizando los mercados mundiales y provocando pérdidas económicas significativas a ambos países. Para Trump, la posibilidad de una mayor inflación y desempleo en Estados Unidos —en parte provocada por los aranceles— conlleva un gran riesgo político.

Más allá de México, en América Latina los aranceles del 10% aplicados de manera general el 2 de abril han anulado o al menos debilitado los acuerdos de libre comercio que Estados Unidos tiene con una docena de países de la región. En ese contexto, resulta difícil imaginar que algún país tenga confianza en un acuerdo negociado con esta administración. Además, aunque la imposición de aranceles no sorprendió —Trump siempre ha sido un defensor de ellos—, su insistente propuesta de recuperar el Canal de Panamá tomó a muchos por sorpresa, al igual que sus opiniones sobre convertir a Canadá en el Estado 51 o sus ambiciones de expansión territorial en Groenlandia. Esta retórica y postura temerarias alejan aún más a Estados Unidos del mundo.

El tono fanfarrón y matón de Trump en el escenario global —su búsqueda de mayor poder— se ha reflejado en sus evidentes tendencias autoritarias en el ámbito interno. Con un Congreso controlado por los republicanos que ha abdicado de su rol y responsabilidad como contrapeso al poder ejecutivo, el presidente ha lanzado ataques constantes contra el Estado de derecho y los tribunales, así como contra instituciones clave de la sociedad civil, como los medios independientes y las universidades privadas. Las mismas tácticas de presión que emplea con gobiernos extranjeros las está utilizando dentro de Estados Unidos. El resultado ha sido una sensación generalizada de ansiedad y miedo, agravada por recortes indiscriminados en la plantilla y los servicios del Gobierno federal, dirigidos por Elon Musk.

Sin embargo, al cumplirse los 100 días, hay señales de que un Trump envalentonado y confiado ha ido demasiado lejos, provocando una reacción social contra sus políticas internas y externas. Aunque la opinión pública estadounidense se ha inclinado a favor de una mayor seguridad fronteriza y deportaciones masivas, la incompetencia y crueldad —y la total falta de debido proceso— con la que se está aplicando la política es ampliamente rechazada. A nivel humano, las desgarradoras historias e impactantes imágenes se acumulan, ejemplificadas por los más de 200 presuntos criminales venezolanos deportados a lo que se conoce como el “gulag tropical” de El Salvador.

Las encuestas más recientes, coincidiendo con los 100 días en el cargo, sugieren que, más allá de su núcleo duro, Trump ha perdido un apoyo significativo entre el pueblo estadounidense. Incluso en inmigración, que ha sido su tema estrella, ahora más estadounidenses desaprueban que aprueban su política. En casos específicos los números son aún peores. Según una encuesta del Washington Post, solo el 21% de los votantes independientes quiere que Kilmar Abrego García, deportado injustamente, permanezca encarcelado en El Salvador, mientras que el 39% cree que debería regresar a Estados Unidos.

Diversas encuestas muestran que el 60% de los estadounidenses desaprueban la política exterior de Trump, la cifra más alta desde que se comenzó a medir este dato a finales de los años 70. Los niveles de desaprobación en comercio y aranceles son aún más altos. Trump recibió buena calificación por la gestión de la economía en su primer mandato (antes de la COVID), pero hoy la gran mayoría de los estadounidenses desaprueban su desempeño. Una economía en deterioro podría incluso volcar en su contra a sus seguidores más leales.

¿Afectarán los malos números a Trump y lo llevarán a ajustar sus políticas? Tal vez, en cierta medida. El problema, sin embargo, es que incluso si se inclina hacia una u otra dirección, seguirá siendo, como siempre lo ha sido, impredecible —difícilmente una receta para generar mayor confianza—. Es posible que más republicanos en el Congreso, que podrían enfrentarse a votantes descontentos en las elecciones de noviembre del próximo año, comiencen a distanciarse de Trump y a contenerlo, intentando frenar el autoritarismo en casa y el aislamiento en el mundo.

El panorama es sombrío. Sin embargo, aunque los puentes de Estados Unidos con el mundo están dañados, no están completamente destruidos. Es urgente cambiar de rumbo. De lo contrario, la soledad de Estados Unidos en estos primeros 100 días del segundo mandato de Trump será cada vez más difícil de revertir.

Michael Shifter es expresidente del Diálogo Interamericano. Actualmente es investigador sénior en el Diálogo e imparte clases en las universidades de Georgetown y George Washington.