Con la apariencia de cooperación bilateral, el memorándum de entendimiento suscrito por el secretario de Defensa estadounidense, Pete Hegseth, y el ministro de Seguridad panameño, Frank Ábrego, representa un desmantelamiento silencioso de la soberanía que tanto costó conquistar. Más allá de los legítimos cuestionamientos de la constitucionalidad de lo acordado, el documento establece un régimen de control territorial que contradice el Artículo V del Tratado concerniente a la Neutralidad Permanente del Canal y al Funcionamiento del Canal de Panamá, que cuenta con la adhesión de 40 países, incluidos 4 de los 5 miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU. El tratado es el pilar jurídico que establece que “solo la República de Panamá manejará el Canal y mantendrá fuerzas militares, sitios de defensa e instalaciones militares dentro de su territorio nacional”.
Las declaraciones de Hegseth ante el presidente Trump revelan su interpretación del acuerdo: “Hemos estado en el Canal de Panamá con nuestro Comando Sur, barcos, F-18, tropas (…) Firmamos un par de acuerdos históricos, uno con la Autoridad del Canal para un derecho de paso prioritario y libre para buques estadounidenses, y un memorándum con su ministro de seguridad para la presencia de tropas estadounidenses en Fort Sherman, una antigua base norteamericana, así como una estación naval y aérea conjunta”. Trump aseguró: “Hemos trasladado muchas tropas a Panamá y ocupado algunas áreas que solíamos tener y que ya no teníamos, pero ahora las tenemos”.
La arquitectura del memorándum revela una estrategia de dominación mediante una ambigüedad calculada. Mientras el punto 3 reconoce que las instalaciones “siguen siendo panameñas” conforme a la Constitución, el punto 7 autoriza “designar secciones para uso destinado al personal estadounidense”, a las que Panamá accedería “con previa notificación”. Esta formulación transfiere el control operativo a fuerzas extranjeras mientras mantiene la apariencia de soberanía formal.
El documento permite presencia militar en antiguas bases como Sherman y Rodman, y almacenamiento de “armas, equipo pesado y materiales peligrosos”, que “permanecerán bajo control estadounidense”. La contradicción entre propiedad nominal panameña y control efectivo extranjero parece una cesión territorial de facto.
Revelador resulta el punto 21, que afirma: “Nada en este memorándum pretende crear derechos u obligaciones bajo el derecho internacional”, contradiciendo su invocación del Tratado de Neutralidad como fundamento. Esta cláusula sitúa el acuerdo en un vacío legal mientras redefine realidades geopolíticas fundamentales.
Hegseth dejó clara la posición estadounidense al informar a Trump: “Aseguramos el Canal de Panamá de la influencia china (…) algo que usted dijo: vamos a recuperar el Canal. China ha tenido demasiada influencia (…) Nosotros junto con Panamá los estamos expulsando”. Estas declaraciones desvelan el objetivo geopolítico tras la retórica de cooperación bilateral.
La Embajada china en Panamá calificó las declaraciones de Hegseth como “una fabricación estadounidense” y acusó a Washington de “realizar una campaña sensacionalista sobre la ‘teórica amenaza china’ para sabotear la cooperación chino-panameña”.

Las contradicciones en el comunicado conjunto revelan tensiones. La versión en español reconoce “la soberanía inalienable de Panamá sobre el Canal”, frase omitida en inglés. Esta discrepancia forzó a Panamá a solicitar formalmente una corrección, evidenciando manipulación del consenso diplomático.
La “ambigüedad constructiva” caracteriza también el estatus de los buques militares. Hegseth anunció “acceso libre y prioritario”. mientras el ministro para Asuntos del Canal de Panamá, Jose Ramón Icaza Clément, habló de “compensación por servicios”.
Al abandonar Panamá, Hegseth ofreció una declaración contradictoria: “Respetamos la soberanía de los panameños y del Canal de Panamá. Al mismo tiempo, estamos trabajando con ellos para asegurar que recuperemos el Canal de la influencia maligna china”. La yuxtaposición de “respeto a la soberanía” mientras se habla de “recuperar” el Canal refleja la inconsistencia de su discurso.
Cuando el ministro Ábrego afirma: “No podemos aceptar bases militares”, establece una línea roja formal mientras el punto 1 del memorándum permite “usar ubicaciones autorizadas para entrenamiento, ejercicios y almacenar propiedad estadounidense”. Esta contradicción evidencia cómo los “centros de entrenamiento conjunto” funcionarán como instalaciones militares sin adoptar formalmente esa denominación.
El presidente de Panamá, José Raúl Mulino, reveló que su Gobierno rechazó versiones que incluían “presencia militar permanente”, pero este rechazo resulta simbólico cuando el acuerdo permite presencia “rotativa” por periodos sucesivos de tres años. Su declaración —“a mi país no le conviene la imagen de controversia con Estados Unidos”— establece la prioridad de apariencias sobre realidades.
Hegseth intentó proyectar una imagen de respeto mutuo: “El presidente Mulino es un fiero defensor de su país, y con razón, y un gran amigo de Estados Unidos. Trump pone a América primero (…) Mulino pone a Panamá primero, defiende los intereses panameños, protege su soberanía”. Estas afirmaciones contrastan con su informe a Trump, donde habla de “tropas estadounidenses” en territorio panameño.
La diplomacia panameña navega en aguas turbulentas. La asimetría de poder ha resultado en un acuerdo que, en la práctica, restablece presencia militar extranjera en territorio nacional bajo nuevas denominaciones. El punto 6 establece que “el Ministerio de Seguridad Pública es el principal responsable de la seguridad en las ubicaciones autorizadas”, pero inmediatamente añade que “tienen la intención de tomar las medidas necesarias para garantizar la protección y seguridad del personal, contratistas y propiedad estadounidenses”.
En términos prácticos, el memorándum convierte territorio panameño en extensión logística de operaciones militares estadounidenses.
Lo más alarmante es que, apenas tres meses y medio de presión sostenida desde las primeras declaraciones del presidente Trump sobre “recuperar” el Canal, han bastado para desmantelar parcialmente 122 años de lucha histórica panameña. Desde la firma del Tratado Hay-Bunau Varilla en 1903, impuesto por la fuerza a una nación recién nacida, cada generación de panameños ha luchado por recuperar su soberanía territorial. La sangre derramada en enero de 1964, cuando 21 panameños murieron defendiendo su bandera, las negociaciones de una década que culminaron en los Tratados Torrijos-Carter, y el sacrificio de miles, hoy parecen relegados a una nota al pie en el nuevo capítulo que se escribe. El Tratado de Neutralidad, pilar jurídico medular, está siendo reinterpretado unilateralmente, convirtiendo un instrumento de soberanía en herramienta de subordinación. El precio a pagar aún está por calcularse.
Esta realidad plantea un dilema existencial: ¿Qué significa que el Canal sea panameño cuando memorandos de entendimiento permiten control extranjero sobre áreas estratégicas nacionales? La soberanía en el siglo XXI existe en un espectro de grises, y el desafío para Panamá consiste en salvaguardar espacios de autonomía real en un sistema internacional donde cada vez más principios jurídicos sucumben ante la geopolítica del poder.