Dios es grande y él sabe, piensa Sol, tapada con un abrigo prestado, en sandalias y calcetines, ante el viento frío de Ciudad Juárez. Solo él sabe por qué ella y sus dos hijos, de 10 y 16 años, estuvieron esperando durante un año a que les aceptaran una cita en la aplicación CBP One para pedir asilo en Estados Unidos y no se la dieron nunca. Él sabrá también por qué cuando los muchachos se entregaron a la patrulla fronteriza, tras perderse de su madre, solo entonces, Sol recibió el ansiado mensaje de confirmación: su entrevista para solicitar el permiso humanitario sería el 29 de enero de 2025, nueve días después de la toma de posesión de Donald Trump. Primero lloró de emoción y luego le entró un miedo feroz: “¿Qué hago yo si Trump quita las citas? ¿Cómo me encuentro con mis hijos?”.
Sol es venezolana, maestra, alta y rubia, regaña por fumar a los chicos del albergue como hacía con sus alumnos y agarra el café caliente que reparte una organización para llevárselo al señor mayor que no logra pararse para hacer la fila. “Espérenme aquí, que ahora bajo”. Sol es una de las miles de migrantes que espera desde hace meses en territorio mexicano a que el Gobierno de Estados Unidos les confirme su cita de asilo a través del CBP One, cuyo registro es gratuito. Es eso o cruzar con un coyote la frontera. Desde que se instaló el sistema, en enero de 2023, más de un millón de migrantes han preferido la vía legal.
Trump prometió desde la campaña que iba a quitar la aplicación y el llamado parole humanitario: “Prepárense para irse”, dijo entonces. Ahora, a unas horas de su toma de posesión, la amenaza ya es un miedo que se mastica. Está por todas partes. Lo sueltan los pastores que gestionan los albergues para migrantes, como Juan Fierro, de El buen samaritano: “Si quitan el CBP One está claro quién sale ganando: el crimen”; los investigadores especializados en movilidad, como Rodolfo Rubio, de El Colegio de Chihuahua: “Les quedarían muy pocas opciones, los que se quedaran aquí varados tendrían que regresar a sus países de origen —y muchos no pueden— o convertirse en el mercado para los traficantes”, y lo estiran los migrantes en las jornadas previas al día cero.
Todos comparten el temor y la incertidumbre, porque Angélica lleva esperando en Juárez 11 meses y medio tras salir de Michoacán; 11 meses llevan Gloria y su familia, de Guatemala; siete, Roxana Cuyun, de Chiapas; cuatro, Irene y sus cuatro hijos, de Puebla; todas huyendo de la violencia, de la del crimen organizado, del Gobierno o de su pareja, todas clicando cada día en la aplicación para que se confirme la esperanza; todas temerosas del futuro, pero ninguna como Sol, a quien separa un muro y los impulsos de un presidente de todos sus hijos.
Cuenta que tardó en irse de Venezuela, quería esperar a ver si todo mejoraba en algún punto. Era directora de una secundaria en Falcón, al norte del país, y cuando se divorció, sacó ella adelante a sus tres hijos. Además de las clases, limpió hoteles, atendió en un asilo —porque había hecho varios cursos de enfermería—, y montó un negocio. Llegó un momento en que recibía del Gobierno de Nicolás Maduro 20 dólares al mes y mucho hostigamiento policial.
El primero en emigrar fue su hijo mayor, quien se fue a Chicago (EE UU) tras ser perseguido por el régimen chavista. Lleva más de dos años sin verlo. El 8 de enero de 2024 salieron ella y los dos pequeños. El sueño ha sido siempre el mismo: reencontrarse los cuatro. “Atravesamos todos los países que todos atraviesan, también la selva”, dice rápido, no es esa la parte importante del cuento. El 14 de enero se instalaron en Ciudad de México, donde consiguió un turno nocturno en una imprenta. Con eso se mantuvieron hasta principios de diciembre, cuando varios grupos de venezolanos decidieron subir al norte para entregarse a EE UU. El 18 era el día del migrante, eso y la desinformación pensaron que les ayudaría.
“El frío arriba del tren… eso no se puede comparar con nada, con nada”, dice sobre el viaje en La Bestia, “eso soportaron mis hijos”. A esa travesía le siguieron horas de andadas, encuentros con la policía y la Guardia Nacional, súplicas y miedo. Llegaron a Juárez, listos para cruzar. Lo intentaron con un grupo de familias y se agazaparon en la noche huyendo de las camionetas que vigilaban (“¿es migración o el cártel? ¿Qué es peor? Porque el cártel te puede matar, pero migración te devuelve”), cruzaron el río y llegaron a la vereda estadounidense empapados, a bajo cero. “Fíjate la desinformación que nosotros teníamos, que nos dijeron ‘compren guantes, compren pasamontañas, para el frío’. Nosotros nos fuimos abrigados con todo y eso se mojó cuando pasamos el río. Entonces tocó desvestir los niños, medio abrigarlos con una cobija. Es tan baja la temperatura que mojado te puede dar una hipotermia”, cuenta.
Estaban ya a un metro del agujero en la valla fronteriza, cuando la niña de delante se quedó enganchada y empezó a chillar. Llegó la patrulla de Estados Unidos, quien les hizo caminar 12 horas prometiéndoles que los recibía. “No había ni camino, era pura maleza, y el lodo sucio del río, era como la selva otra vez. Perdí los zapatos, hice algunos puntos descalza, con los pies cortados”. Nunca lograron entregarse al otro lado. Cuando llegaron al albergue, casi un día después, los niños tenían fiebre y ya otros migrantes se habían repartido las cosas que habían dejado.
“En ese punto, no teníamos ya más dinero”, reconoce Sol. No conseguían ni los 100 pesos diarios que costaba el refugio ni nada para comer. El 10 de enero, una mañana en la que se perdieron de su madre, los niños terminaron entregándose con miedo a la patrulla fronteriza. La maestra solo lloraba y lloraba: “¿Soy una mala madre?”, aún pregunta ahora. Tres días después, un correo le avisó de que su registro había sido aprobado y tenía que presentarse en el puente el 29 de enero. ¿Era un milagro? Pero uno peligroso: llegaba después de la investidura de Trump. Los niños están ahora en un centro de Brownsville, en Texas, a la altura de Monterrey, a 12 horas de Juárez. “Si paso, yo me voy a donde ellos estén, a buscarlos”.